Cada historia que escribo la cargo conmigo. Va en mi mochila. Sobre mi espalda.
Tomó su pistola, jaló el gatillo y disparó. Por festejo, por coraje: qué importa ya.
La bala apenas iniciaba su vuelo, cuando Tamara Guadalupe Cázares Félix salió de su casa: se asomó vestida de blanco desde la puerta de su hogar, lo hizo para ver si había comenzado el festival de fin de cursos en su escuela, en la colonia 21 de Marzo.
La ojiva voló a la velocidad necesaria para alcanzarla. Algunos le llaman "bala perdida" pero, de perdida no tiene nada. Los médicos del Hospital Pediátrico la encontraron depositada en el cerebro de la niña. En la región parietal, del lado derecho.
Desde el sábado, esa bala encontrada le causó muerte cerebral: mantienen el cuerpo vivo, respirando de forma artificial. El cerebro ya no da órdenes al cuerpo, no envía mensajes eléctricos.
El cerebro ya no le dice a los pies que bailen, a los ojos que miren, a las manos que abracen.
Su corazón late, pero Tamara, afirma Gilberto Verdugo Valenzuela, Director Médico Vespertino del Hospital Pediátrico de Sinaloa, no volverá a tener actividad pensante ni motriz. La única opción que pueda "revivir" el cerebro, es que los estudios sean erróneos y, en realidad, no exista muerte cerebral.
Ahora, según la información médica, sólo resta esperar que llegue el final.
"El estado de salud de ella es crítico, muy grave. Ella está con vida aún pero está bajo respiración artificial. Tiene un daño cerebral intenso que le ha ocasionado muerte cerebral", declara, "esto no puede durar mucho tiempo".
Si la niña de 7 años, recién egresada de primer grado de primaria, se hubiera tardado un segundo, la historia fuera otra. Tal vez amarrarse los cordones, ir al refrigerador por un yogurt, darse una última peinada en el espejo antes de salir a bailar en el festejo de fin de ciclo escolar. Si hubiera.
Si el individuo no hubiera disparado, otra historia se habría escrito: la mamá, Marisol Cázarez Félix, no permanecería en vela una semana con los nervios destrozados, con el corazón estrujado, con la felicidad extraviada. Tamara se hubiera podido ir de vacaciones con su tío y figura paterna, Rafael Cázarez Félix, como lo hacían en cada descanso escolar. Si hubiera.
"Tamara es muy seria, platica muy poco, igual que su mamá. Ella y yo nunca hicimos conversación, tampoco con mis hermanos", relata el tío, "en vacaciones me la llevo al mar, al río, al rancho. Cuando íbamos en el carro yo le decía en broma: 'Ah Tamara, no dejas ni platicar', y ella se agachaba y reía".
Pero esta persona que decidió jalar el gatillo mató a los "hubieras".
Esta persona decidió el futuro de la niña, de la madre, de la abuela, y de los 15 tíos, entre hermanos y medios hermanos.
Decidió así: por sus pistolas.
Esta persona es habitante del Culiacán violento, de ese que está armado hasta los dientes, de ese que parece esperar una guerra civil; otra revolución.
Esta persona es un habitante como cientos de ciudadanos en el municipio que están listos para jalar el gatillo en momentos de violencia o de festejo. Sedientos por tirar al aire sin importar en quién entre la bala. Hambrientos por oler esa pólvora. Por escuchar ese tronar que genera un agudo en el tímpano y un golpe en el pecho.
Esta persona es un habitante de Culiacán que ahora le resta oportunidades de vida a una niña que quería bailar, que tiene una hermana llamada María José de 3 años, que tiene una madre que la espera y que no pierde la fe.
"Tengo fe en un milagro. Lo que yo no voy a perder es la fe. Es lo que más deseo en el mundo", menciona la madre Marisol Cázarez Félix. Lo hace lento, pausado, desde uno de los pasillos del Hospital Pediátrico.
Luce fatigada, cansada, deshecha. No podría estar de otra manera. Se le ven los ojos hinchados. No permite que se grabe su voz, tampoco que le tomen fotografías ni video.
Ella no ha salido del Hospital Pediátrico. No deja a Tamara ni de día ni de noche. No duerme. No descansa. No, no, no. No deja que su hija se vaya.
Una de sus vecinas dijo que desde el martes de la tragedia, el martes 7 de julio, la señora no vuelve a su vivienda.
Sobre el individuo que disparó dice poco. En lo único que está enfocada es en que ocurra el milagro.
"Yo no sé quién fue, pero él sí sabe que fue él. Que en su conciencia quede: no me va a venir a decir que él fue", expresa con voz baja, tibia, resignada.
Al parecer, tampoco la autoridad le dirá quién fue ni evitará que vuelva a suceder.
El subprocurador de Justicia, Rolando Bon López, ya dijo que es un caso "difícil" de resolver; el Alcalde, Jesús Vizcarra comentó que no es responsabilidad de la policía municipal desarmar a la población; y el Gobernador Jesús Aguilar se defendió al decir que se está trabajando contra el armamentismo.
Y el Gobierno le deja todo el trabajo de desarme de la población a una jornada de donación voluntaria de armas de fuego.
Marisol sabe que lo que pasó con su hija, con ella misma, con su familia, le puede pasar a cualquiera. Sólo es cuestión de azar, de estar en el lugar equivocado, a la hora equivocada.
"Me tocó a mí y así le pudo tocar a cualquiera. Mi hija tan sana, tan buena y con la ilusión de bailar en la escuela, y nada más por disparar", lamenta.
Y esa persona, esa que es tirador, que festejó o se enojó, que causó la muerte cerebral de Tamara, que mantiene ahogada en lágrimas a la familia completa, sigue libre, armada, con posibilidad de disparar de nuevo, sin que alguien la delate, sin que la autoridad la toque, sin que la justicia la alcance.
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