miércoles, 20 de mayo de 2009

El amor de pareja y su par de senos

“Como todas las grandes creaciones
del hombre, el amor es doble:
es la suprema ventura
y la desdicha suprema“.
Octavio Paz. La llama doble.

Es la miel bebida de panal. El agua que ahoga. La asfixia provocada. Segundos de eternidad. Es el amor. Roma, leído al revés.

Y es que si es como dicen los que dicen, que todos los caminos llegan a Roma, también todos los caminos deben llegar al amor. Y llegan. Más tarde al desamor. Y llegan. Van unidos como siameses. En paralelo. Tienen dos cabezas pero un solo torso: un solo origen.

Ese principio está en la piel: en los ojos, en los genitales, en el olfato, en la lengua, en el oído. Está en el tacto, en la mente, en los labios, en el cuello. Tal vez no esté en el corazón. ¿Y es que quién puede decir que sentimos con el corazón?, ¿a quién se le ha erizado ese músculo bombeador con una caricia como se pica la piel tocada?, ¿a quién le han salido lágrimas de éste como sí emergen de las pupilas irritadas y rojas y cansadas y ardidas?, ¿cuándo el corazón se ha arrastrado por el suelo para pedir perdón como lo hacen las piernas flácidas; para negar el abandono como lo suplica la voz; para pedir el último beso como lo hacen los labios echados hacia adelante; para exigir un final entre brazos como lo hacen las manos nerviosas?

En este ensayo me ocuparé del amor de pareja y dejaré de lado el maternal, a uno mismo, a Dios, al arte y demás variaciones. Hablaré de ese que Erich Fromm recomienda desarrollar a las parejas en su libro El arte de amar, del amor erótico combinado con el fraternal. La mezcla perfecta, nos cuenta. Porque para él, el amor a la otra persona se basa en el amor a la humanidad y a todo lo que vive a través del otro y al deseo de la pareja con la individualidad erótica y sexual de la que es imposible escapar.

Es el amor que recomienda para las uniones eternas, para las de ensueño, para las perfectas, para las que todos deseamos pero pocos consiguen -si es que hay algunos que lo consiguen-. Aunque, si hay gente que va a la luna, que vive 110 años, que sobrevive a 50 años de cárcel, que compite en triatlones, que, como el californiano Joey Chestnut, ganan premios Guinness comiendo 66 hot-dogs en 12 minutos con sólo 23 años de edad: ¿por qué no habría amores perfectos sin límite de tiempo? Al fin y al cabo en la lucha amorosa nadie debe perder; ambos están obligados a ganar. Y siempre pasa eso, ¿o no?

Sí, que los dos ganen, así nadie pierde y todos felices. Y si es tan fácil, ¿por qué hay tantas parejas separadas? Fromm dice que la única manera de escabullírsele al fracaso es entender al amor a través del par y de tener humildad y coraje y fe y disciplina.

Pero no estoy seguro que esta receta acabe con el virus de la tentación de la carne ajena. Con ese bicho que nos lleva a la monotonía, a referir el pasado doloroso, no digo a recordarlo, sino a algo peor: mantenerlo presente. Tan inolvidable como ir al baño, lavarse los dientes y dormir. Para ignorar a la manzana obliga más. Se requiere que brille la necesidad, la pasión, el deseo, la sorpresa, la química. Que al unirse los cuerpos y almas se rompa el átomo, se quebrante el aire, se detenga el tiempo.

Suena a utopía, a un sueño de enamorado, a una historieta de fantasía. Y lo es. Pero si no pasa, si se es incrédulo en estas metáforas, si no vemos caballeros-princesas-dragones, las brujas del enfado, esas de gorro, escoba, nariz aguileña y verruga, saldrán de sus trincheras hambrientas de esparcir hechizos al primer dudoso que bañe la luz de luna. Y al segundo y al tercero y al cuarto y al quinto.

Con estos requisitos para el enamoramiento, para la fusión idónea, parecería que el amor es un invento creado por el hombre sólo para los tocados por el dedo de Midas y hasta por el de Dios.

Para los fieles no debe ser tan difícil de creerlo, porque como explica Octavio Paz en El Laberinto de la Soledad: El amor es una experiencia casi inaccesible. Todo se opone a que se dé: moral, clases, leyes, razas y hasta los mismos enamorados. Qué ironía, a quién se le ocurre crear una moral que limite el deseo más grande del ser humano.

Esto, platica, es en parte por el machismo, que ata a la mujer a comportamientos contranaturales pero moralmente correctos: sólo si ellas se dejan llevar por su corazón pueden encontrar el amor verdadero, aunque esto les cueste una sarta de flechazos envenenados en el pecho y espalda con el desprecio social por atreverse a intentar enamorarse sin prejuicios y lo que es peor, ignorando los juicios sin perder el juicio.

Estos sistemas de convivencia fueron hechos por el hombre masculino, con todo y esto al varón también le toca perder en el amor, nos dice Paz. El hombre, en su mayoría, elige a su esposa por conveniencia y se ciega a la pareja de menor nivel económico, social, educativo. No convienen.

A todo esto y más es a lo que se tiene que enfrentar aquella mujer u hombre que se enamore. Que se anime a participar en esa carrera de doscientos metros con vallas llamada amar. Los problemas son inacabables: parecen ojo de agua en selva virgen; minas del rey Salomón; poso petrolero árabe. Se observan inagotables. Sordos a la palabra finito.


Lo más fácil sería renunciar al amor, olvidarse de éste, dejarlo para los que no tienen nada que hacer, para los flojos, los hippies, los vagos. Imposible.

Decir no al amor es traicionarse a uno mismo. Denunciarse por robo. Un suicidio a los 8 años. Condenarse a tener el sabor que deja un limón viejo en el paladar, con esa misma amargura y acidez. Es negarse a sentir que el pecho estalla. Que una mirada es más sangrienta que la espada de Kill-Bill y más suave que un algodón de azúcar en poco menos de cinco segundos. Que un abrazo puede calentar más que un bosque en llamas. Que te puedes distanciar sin irte y permanecer juntos a distancia.

Es negarse a mantener por días la sonrisa más estúpida en el rostro. Es el rechazo a creer que el mundo entero es una persona. A sentir celos hasta del brillo de sus ojos. A poder entregarte en la totalidad. A negarse a ser más feliz con el orgasmo ajeno que con el propio. A cerrar los ojos y dejarte caer en el acantilado sin miedo, con la seguridad de que ahí estará para salvarte.

También hay temor a que la pareja no te salve y, tras el impacto, quebrarte en un millón de pedazos.

Pero el amor no nos da alternativa. No nos da a elegir. No llenamos formularios de pareja ideal ni pedimos por catálogo ni regulamos la intensidad con la que lo queremos vivir ni sufrir. Porque el amor, como madre que alimenta a su par de crías, tiene dos sabores: el amargo y el dulce, el seno izquierdo y el derecho. Y lo sabemos y lo queremos y lo deseamos y lo anhelamos y lo imploramos cuando no lo tenemos. No importa si nos deleite o nos escalde.

Por eso el amor fecunda toda nuestra existencia, por eso no nos cansamos de hablar de él, por eso es nuestro eje de vida. Porque nos hace tocar las estrellas, el infierno. Que el tiempo avance lento o fugaz.

Es el que necesita pasión, loca pasión, compasión, loca compasión.

No queremos dejar esos pechos; esos pezones que nos tocan el labio con la suavidad de un pétalo de rosa, con la espina del tallo bañado en rocío.

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