A más de mil metros sobre el nivel del mar caía ceniza. Era una lluvia de papelitos negros que se detenían a placer. Imprudentes se colocaban en la calle o en las cabezas de los caminantes. ¿Qué pudo haberlo generado: un bosque incinerándose; un campo de concentración nazi que producía jabón; una casa en llamas; una panadería de hornillas?
Y se me pegaron un par en la cara y en el pelo. Uno más cayó en un ojo. Oiga, ¿y estas cenizas de dónde salen?, de allá arriba, de la otra cuadra. Caminé aprisa entre la neblina pero el olfato se me adelantaba como se le adelantaba a Ana Guevara en las carreras de los 400 metros planos. Entonces cambié de versión. Mi sentido no me mentía, ¡gracias a Dios no me mentía!: era una tostadora de café veracruzano. Pedí un capuchino. ¿Con leche lai?¡Qué pasó, me ofende!¡Claro que no! Un señor que ya araña el promedio máximo de edad del mexicano lo preparó. Lento y con amor. Vertió vainilla y canela. La canela la esparció despacio, con cuidado porque sabía que si se excedía me haría estornudar. ¡Ahhh qué sorbo tan sabroso!
Hacía ese frío típico de montaña. Con el sol dormido que permite caminar por horas; que deja fría la sangre; que no calienta los cofres de los vehículos.
En la plazuela se hacía lo único posible: plazuelear. Como en los días nublados; como cuando tuestan café; como cuando sale el sol; como cuando hay que dejar la casa para no estar dentro. Me fue difícil decir no a los plátanos enmelados; a los cafés frescos; a los elotes con limón chupado crema barata y queso; a las nieves de ciruela. No me importó que algunos vendedores no fueran eso, sino simples pobladores... de esos a los que se les ruega para que vendan un quequi.
No sé de dónde venían estos jarochos gritones pero me sedujeron. Canijos. Tal vez de Jalapa, estaba a sólo ocho kilómetros. Tal vez eran de ahí de Coatepec. Aunque era lo que menos importaba. Una media luna de ojos y oídos tiraba monedas enseñando los dientes y haciendo brillar sus mejillas.
Extasiados no paraban de tocar. Tanto que me fui de la plaza y seguían moviendo las muñecas como si intentaran quitarse un chicle de entre los dedos.
“Una caña platicaba: de qué sirve lo endulzada si nunca seré feliz, mañana seré quemada y arrancada de raíz; voy a poner en vitrina todo lo bueno que tengo, a ver si encuentro una china que mire si le convengo, que me haga mi gelatina pa’ que me quite lo ñengo”.
Dos mujeres dos hombres gritaban con el corazón. Entonces supe que eso era posible por sólo unas monedas. Tres charangos y una quijada de ato. Los dientes de ese animal nunca habían sonado tan bien, ni en su época de juventud; ni con sus dientes de leche.
Como guardián un turista que viajaba sin moverse. Ni se inmutaba. Sentado en una banca. No sé si se dio cuenta que había un grupo a su lado. Creo que sí porque parecía que el son lo arrullaba.
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